
Te podría decir que Belgrado es una ciudad fascinante, con gente por la que corre sangre latina y una arquitectura muy parecida a cualquiera de las que observo cuando viajo por Europa. Podría decirte que probé la rakija, el Cevapi, y que después de dos semanas nunca aprendí a decir ni hola, ni gracias en serbio. Creo que debe ser cierto eso de que tengo memoria de goldfish.
Que las calles siempre tienen vida propia y están llenas de un montón de gente en la que me suelo perder, y que a veces me acuesto con el sonido del violín que suena desde mi balcón. También que me levanto con un silencio estable que me hace sentir en paz. Sin tanto ruido ni ansiedad.
Pero Belgrado es mucho más que la comida, el montón de gente, la bebida, el fuerte, los paisajes otoñales que tanto me encantan o el café bohemio que me enamoró aunque sólo fui dos veces. Porque para mí, es una ciudad dulcemente nostálgica que me llevó de vuelta a la bogotá de cielos grises en donde viví.
Una ciudad capaz de calentarme los sentimientos y refrescarme el alma. Y de hacerme buscar todas las preguntas sin respuestas que tenía guardadas para después. Aunque aún no las tengas.
Pero creo que Belgrado se parece más al hombre del violín de la calle principal que toca sin parar, como mirando a la nada, a cambio de un par de monedas, que entre melodía y melodía me deja con la sensación de no saber si me siento triste o feliz. Quizá ambas.
Que se parece más a cada una de las personas que he conocido, incluyendo sus historias. A los viajes que empezaron después de 10 años para huir de todo y descubrirse a sí mismo, a los que no se han hecho por miedo, y a los que no quieren terminar.
Porque cuando piense en Belgrado voy a ver muchas caras, y esas caras me recordarán que lo que hace especial a un lugar es lo que vives en él y lo que te hace sentir. Digo que me encanta Belgrado, pero lo que más me gusta es la que fui aquí. Libre para sentir. Viva.
Deja una respuesta